Introducción
En general, se da por aceptada la tesis de que sobre la novela negra,
más que sobre ningún otro género, recae la responsabilidad de reflejar
el malestar social, especialmente dañino e insidioso en momentos de
crisis como los actuales. No hay periodista que no formule esa pregunta a
los escritores que incursionan en el género, dando por hecho una
respuesta afirmativa, y en las reseñas literarias apenas hay crítico que
no abunde en dicha responsabilidad.
Pero, a mi entender, esta tesis, sin ser errónea, es incompleta para
definir los atributos del género negro, y me pregunto si no se trata de
una de esas ideas que en un momento dado alguien aplicó a algunas
novelas negras con tan buen criterio y perspicacia que enseguida
adquirió velocidad e inercia y, al ir rodando de reseña en reseña, ya
nadie sabe de dónde proceden, pero se extienden de modo generalizado
abarcando a todo el género. En las páginas que siguen intentaré matizar
esa consolidada estereotipia y exponer que la violencia y el delito
consustanciales al género negro nacen de dos tipos de malestar: el
social y el individual, y que ambas fuentes son igualmente inspiradoras y
fructíferas.
Aunque en cada autor puede apreciarse el predominio de uno u otro
impulso, las fronteras entre ambos no siempre están delimitadas: ni el
escritor más convencido de que las circunstancias y ambientes sociales
explican los comportamientos personales está exento de conceder alguna
influencia al carácter individual, ni el escritor más convencido de que
es en el alma donde residen las últimas razones del mal mantiene una
total indiferencia por el mundo y desdeña la influencia de lo que sucede
en las calles.
Malestar social
Sobre este aspecto, ya escribí en
Revista de Libros que, en buena medida, los motivos sociológicos están en la raíz del actual éxito, auge y pujanza del
thriller:
vivimos tiempos sombríos, pesimistas, oscuros, en los que la crisis
económica afecta a toda la sociedad e invade los terrenos afectivos y
emocionales. Se diría que, de ser una sociedad de consumo, hemos pasado a
ser una sociedad de rebajas. Parece evidente que la injusticia social y
los desequilibrios económicos favorecen el delito y, como consecuencia,
imponen su presencia en la narrativa policial. La inseguridad ciudadana
es tanto mayor cuando mayor es la inseguridad social, que aumenta en la
misma proporción en que aumenta la distancia entre los muy ricos y los
muy pobres. Como afirma Tony Judt en su magnífico ensayo
Algo va mal,
en los últimos treinta años se ha incrementado la desigualdad –que en
Occidente había ido limándose desde finales del siglo XIX hasta 1980–,
con el consiguiente aumento de pobreza, desempleo, delincuencia,
obesidad, enfermedades mentales y angustia personal. Parece que hemos
olvidado que las naciones más felices, donde los ciudadanos gozan de
mayor bienestar, no son las más ricas y poderosas, sino aquellas en que
hay menos distancia entre los muy ricos y los muy pobres.
En los tiempos de crisis hay una pérdida de confianza del individuo en
las estructuras del poder y en las instituciones públicas que no han
sabido impedir aquélla, si es que no han contribuido a su agravamiento.
No hay seguridad de que los banqueros guarden nuestro dinero, de que los
políticos se esfuercen por el bien común e incluso, en ocasiones, se
sospecha de la imparcialidad de los jueces. Es en este marco –y en el
subsuelo que oculta– donde encaja la novela negra. Las crisis económicas
y sus secuelas de desencanto y pesimismo, de conflictos laborales, de
aumento de la marginalidad y de la delincuencia, crean unos yacimientos
de ideas, sucesos y personajes donde el género encuentra una jugosa
cantera para la inspiración. El delito –o la sospecha de delito– se
convierte en objeto narrativo, que nace, según esta interpretación de
carácter social, de la desigualdad, de la corrupción y abuso del poder.
La novela negra objetiva e ilustra con historias concretas, con
personajes a quienes pone nombre y ambienta en la realidad, ese temor
nebuloso que flota en las sociedades occidentales del bienestar, la
sospecha de que, a pesar de nuestras previsiones, todo es precario y
puede derrumbarse en cualquier momento. La novela negra denuncia el
creciente abismo entre los muy ricos y los muy pobres, el endurecimiento
de las condiciones laborales y, en general, el desamparo del individuo
frente a cualquier tipo de poder. La novela negra arroja luz sobre los
callejones que no iluminan las farolas del alumbrado público, con ese
acento de insolencia que tiene este género para dudar de las verdades
oficiales. Pero –y esta diferencia la separa de escritores como Charles
Dickens o Victor Hugo– en sus páginas no se ofrece la salida que la
caridad individual, la generosidad navideña o la filantropía de un
personaje todopoderoso ofrecían en la novela decimonónica, con lo que
resulta más sombría.
A los personajes que protagonizan otros géneros y que ignoran los males
del mundo, la novela negra opone el detective que baja a la calle a
fajarse contra esos males y, en este sentido, casi siempre defiende unos
valores morales. Ahora bien, lo hace a título individual, puesto que el
detective no es un ingenuo quijote que crea que el orden moral de una
sociedad puede ser impuesto por acciones individuales ni, por otra
parte, jamás se organizará en una cooperativa o en un sindicato. El
detective-héroe, incapaz de permanecer inmóvil, inmerso en la
contemplación de su interior, es un hombre que ha perdido el optimismo
social, la fe en la organización pacífica de la convivencia. Sabe que no
puede intervenir sobre las estructuras del poder ni puede modificarlas
para un mayor equilibrio, puesto que son mucho más poderosas que su
capacidad correctiva, y, consciente de que las injusticias sociales
previas al descubrimiento del cadáver continuarán existiendo cuando en
el desenlace se hayan resuelto los enigmas del delito, al menos procura
con su aportación recuperar el equilibrio individual, no el equilibrio
colectivo, por lo que nunca podrá echarse a descansar. También sabe que
tan difícil es el dominio y perfeccionamiento de las causas sociales del
padecimiento como el dominio y el perfeccionamiento de las pasiones
individuales, y que ambas pueden ser igualmente dañinas. De ahí el
desconsuelo, el pesimismo global que impregna el género.
Veamos un ejemplo clásico, cuyo valor literario está unánimemente
aceptado: Philip Marlowe, el protagonista de las novelas de Raymond
Chandler. Como muchos otros detectives, Marlowe es un solitario que ni
representa a la sociedad ni lo pretende, no al menos como en la antigua
épica cristalizaban en el héroe los anhelos de la comunidad, que veía en
él un espejo de sus aspiraciones colectivas. El héroe pretende con su
sacrificio alcanzar un bien para su pueblo, pero, en cambio, el
detective ha perdido el formato heroico de la epopeya y ya no aspira a
sacrificarse por una sociedad en la que no cree. El detective representa
la desheroización del paladín clásico y se niega a soportar sobre sus
hombros todo modelo ejemplificatorio. Y de ahí que a menudo aparezca
teñido con defectos que nunca ensombrecerían al héroe épico: es bebedor,
pesimista, problemático, discordante, antisocial, con una biografía
sentimental poco estable…
En estas novelas que dan primacía al ambiente y que quieren ofrecer una radiografía de los males sociales, el
yo del
autor no tiene cabida, desplazado a las sombras por la poderosa
presencia de la realidad empírica, por la tradición de un Realismo que
niega que el valor y la originalidad del texto están en la subjetividad
del autor y que afirma que eso son zarandajas y que lo más importante es
la representación del mundo, que un escritor debe únicamente escribir
sobre aquello que ve y oye; que cualquier vagabundeo emocional,
caprichoso y discursivo de un
yo al que le gusta deambular en
libertad, dejándose llevar por el fluir de su pensamiento, es todo lo
contrario al cálculo necesario para construir una pieza de precisión
como es la novela negra.
Malestar individual
Es probable que, por la similitud del itinerario, cualquier persona
que, durante el verano del 2015, cogiera un vuelo que desde Barcelona o
Madrid sobrevolara los Alpes hacia Centroeuropa recordara a Andreas
Lubitz y se preguntara por las razones que lo llevaron a estrellar
contra la montaña el avión que pilotaba. Al menos, a mí me ocurrió
cuando, pocos días después de la tragedia, también volaba hacia Basilea.
¿Qué impulsó a Lubitz a cometer esa locura? No era un gánster, ni un
terrorista, ni quería acabar con la vida de un determinado pasajero.
Ante él, nos enfrentamos ante un agujero negro en el que habitan fuerzas
irracionales, ante un misterio del corazón, esa compleja y enigmática
víscera sobre la que tanto se ha disertado y escrito sin llegar a
desentrañar su funcionamiento.
Aunque la novela negra, como hemos comentado más arriba, sea un género
idóneo para expresar el malestar comunitario, para reflejar las
inquietudes y temores de la sociedad y denunciar sus taras, porque se
adhiere con facilidad a la época y la refleja mejor que otros, no puede
limitarse a esa virtud. Está muy bien que la incluya, porque la
literatura del compromiso ha ofrecido páginas extraordinarias, pero
reducida a esa expresión resultaría insuficiente y conformista, además
de efímera: si un texto sólo es social, corre el peligro de dejar de
interesar cuando hayan desaparecido los intereses sociales que lo
inspiraron. Al insertar en el texto unas referencias temporalmente
caducas, está introduciéndose un elemento perecedero en el corazón de un
organismo que aspira a perdurar. ¿No le ha pasado algo de eso a Manuel
Vázquez Montalbán, que tantas alusiones a la actualidad política,
deportiva o gastronómica introducía en sus novelas de Carvalho? El
reflejo de una realidad ingrata y la denuncia de los males sociales no
siempre aportan a un libro las calorías literarias suficientes para
mantenerse en pie durante mucho tiempo: se necesitan otras virtudes
añadidas. Las grandes novelas, negras o blancas, no tienen como única
destinataria a la sociedad del momento, sino que aspiran a interesar al
ser humano de todas las épocas, de hoy y de mañana. En este sentido
abunda Stendhal en
Rojo y negro cuando escribe: «La política es
una piedra atada al cuello de la literatura y que, en menos de seis
meses, la sumerge. La política, cuando existen intereses de imaginación,
es un pistoletazo en medio de un concierto».
Por otro lado, cabe preguntarse si no es un tanto pretencioso por parte
del escritor atribuirse la función de portavoz de las inquietudes de la
comunidad, al considerar que puede acaparar la verdad y decir a sus
contemporáneos lo que deben pensar, tal vez porque no está claro que,
hoy por hoy, haya intelectuales con el coraje moral de Albert Camus, de
George Orwell, de Czesław Miłosz o de Günter Grass, o como antes lo
habían hecho Voltaire o Denis Diderot en Francia y Gotthold Ephraim
Lessing en Alemania, capaces de levantar la voz desde una independencia
no viciada por los partidismos, es decir, buscadores imparciales de la
verdad que no se ponían a pensar desde posturas preconcebidas por alguna
alineación previa con una u otra opción ideológica. ¡Qué difícil
resulta condensar en un relato y poner en boca de unos personajes de
ficción la moral de una época! ¡Cuánto talento se necesita para
diagnosticar la realidad sin dejarse perturbar por los reclamos de lo
contingente!
La dialéctica sobre compromiso o esteticismo tiene tras de sí una larga trayectoria. Ya en el
Teeteto Platón
distingue entre los pensadores comprometidos y los que «desconocen
desde su juventud el camino que conduce al ágora y no saben dónde están
los tribunales ni el consejo ni ningún otro de los lugares públicos de
reunión».
Pero parece actualizarse en la segunda mitad del siglo XIX, cuando se
extreman las posturas entre el subjetivismo esteticista de Oscar Wilde y
la declaración de la famosa undécima proposición de las
Tesis sobre Feuerbach
(1888), donde Karl Marx pedía un compromiso social a los creadores:
«Los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo, pero de lo que
se trata es de transformarlo».
En la novela negra, la insatisfacción del alma es tan esencial como el
malestar social. La frecuencia con que a menudo las relaciones
personales son hostiles –por más que se cuiden las formas de protocolo
social– da pie al predominio de la psicología sobre la denuncia, del
estudio de las pasiones del alma sobre las tensiones colectivas. Incluso
en una sociedad perfecta siempre aparecerá la íntima imperfección del
hombre que termina generando conflictos provocados por sus creencias y
sus decisiones morales, y no por el hecho de que los personajes
pertenezcan a la nobleza, a la burguesía o al proletariado.
En la novela negra, la insatisfacción del alma
es tan esencial como el malestar social
Hay, pues, otros escritores que renuncian a concederle todo el
protagonismo a la realidad social, que se niegan a que el género negro
sea la dinamita social de la literatura, cada novela una máquina de
guerra y cada una de sus páginas una barricada. No encuentran una causa
objetiva por la que la novela negra tenga que ser enviada por las elites
literarias como avanzadilla para identificar y denunciar los males
sociales. Una obra de Lorenzo Silva o de Alicia Giménez Bartlett no
tiene por qué ser ni más ni menos comprometida que otra de Belén
Gopegui, de Rafael Reig o de Isaac Rosa Camacho, que un artículo de
Manuel Vicent o de Juan José Millás, o que un poema de Jorge Riechmann o
de Luis García Montero. La novela negra no tiene la obligación de ser
el vigía moral de la sociedad, y sería peligroso que se dejara en sus
manos algo tan importante. George Orwell, a quien no le gustaba nada el
rumbo ideológico que habían tomado algunas violentas novelas
estadounidenses, está de acuerdo en calificar como «puro fascismo» la exitosa novela
El secuestro de Miss Blandish,
de James Hadley Chase, donde se practica una violencia desnuda al
margen de cualquier ética. No menos irritantes son los libros
protagonizados por Mike Hammer, el detective creado por Mickey Spillane,
un personaje violento, machista, profundamente anticomunista y
partidario de la guerra del Vietnam, que no duda en tomarse la justicia
por su mano.
Así pues, hay otros autores de novela negra que se niegan a asumir el papel de
speaker de
la crisis económica, del vocero que se inclina hacia el micrófono para
enumerar las corrupciones de poderosos y banqueros, las artimañas de los
hackers, de los tunantes que bailan como derviches en medio de
las aguas turbulentas, las dificultades que genera un ambiente
socialmente conflictivo y que pueden culminar en la marginalidad o en el
delito, porque creen que esa focalización los aleja de su principal
objetivo: desvelar el mundo interior de cada personaje. Sospechan que
recurrir a las estructuras sociales y económicas para explicar el
malestar o el delito es un procedimiento más fácil y cómodo que hurgar
en la propia condición humana, porque las estructuras sociales y
económicas ya han sido bien estudiadas y, en cambio, nadie ha sabido
desvelar la misteriosa naturaleza anímica y emocional del hombre. No
detectan en lo que sucede en las calles una explicación global al
delito, por lo que vuelven la mirada hacia el interior del hogar, hacia
el salón, hacia el dormitorio o la cocina. En lugar de merodear
circularmente en torno al personaje y sus circunstancias, intentan
penetrar sagitalmente en su conciencia. La atención, entonces, se aleja
de la
polis y de sus conflictos comunitarios para dirigirse hacia el
oikos y
sus pasiones privadas. Conscientes de que los mismos estímulos generan
distintas reacciones, pues hay diferencias entre el individuo y los
perros de Pavlov, y de que una misma época en un mismo país y en un
mismo contexto social da lugar a diferentes visiones en el alma
individual, del mismo modo que los fractales reflejan distintos colores y
dibujos a partir de una misma luz, estos otros autores desdeñan la
uniformidad de la historia social de sus criaturas para hurgar en su
historia individual, retratan el malestar de la conciencia antes que el
malestar económico y afirman la irreductibilidad del comportamiento
humano, del carácter y de las acciones del individuo, de los estados de
ánimo y del poder de los instintos frente a cualquier determinismo del
ambiente. Si los activistas creen que el delito surge porque la sociedad
es injusta, los quietistas creen que el delito surge porque el hombre
no es feliz.
Esta otra corriente, no menos importante que la
social, incide
sobre el malestar emocional, no necesariamente originado por motivos
económicos, aunque esta focalización no supone indiferencia social. El
compromiso del detective es con la honradez del que sufre, con la
soledad de las víctimas, con la indefensión de los inocentes acusados
por la astucia del malvado. Y, para ese propósito, el relato no necesita
hundirse siempre en una acción compulsiva que arrastre a los personajes
de una a otra peripecia. La acción se remansa y da tiempo a que los
personajes respiren, sin perder de vista la afirmación de Arthur
Schopenhauer: «Una novela será tanto más elevada y noble cuanta más vida
interior y cuanta menos vida
exterior contenga […].
El arte consiste en que con la menor cantidad posible de vida exterior
se ponga en el más fuerte movimiento la interior, porque lo interior es
lo que verdaderamente interesa».
El realismo social, objetivo, como estilo literario, entonces, también
puede resultar insuficiente. Frente a la casi absoluta desaparición del
yo en
la escritura que focaliza el conflicto sobre el malestar social, en
estas otras historias el autor lanza cargas de fondo de su propio mundo,
emite guiños de sus ideas o de su carácter, tal como en los cuadros de
los pintores clásicos, entre el grupo de personajes que asisten al
entierro de un noble o a una ceremonia áulica, de pronto se descubre en
la penumbra de la segunda fila a un personaje –el único– que mira al
espectador y a quien el pintor utilizó para insertar su autorretrato.
Así, en la amoralidad de Tom Ripley se ve la sombra de pesimismo y
desengaño de Patricia Highsmith; o en la mirada y el vocabulario con que
Sam Spade observa la corrupción que impregna la sociedad norteamericana
se detecta la voz y el compromiso político personal de Dashiell
Hammett.
En febrero de 1931, Georges Simenon publica la segunda novela del comisario Maigret:
La muerte del señor Gallet (
Monsieur Gallet, décédé), una de las más citadas por Maigret en sus
Memorias.
La acción transcurre en los diez días que van del 27 de junio al 6 de
julio de 1930, coincidiendo con la visita del rey español Alfonso XIII a
París. El libro aparece, pues, en tiempos de una profunda depresión
económica que está acabando con la pujanza, el optimismo y la alegría de
los felices años veinte, cuando París era una fiesta, en palabras de
Hemingway.
El matrimonio Gallet vive en un pueblo de Seine-et-Marne,
Saint-Fargeau, sin relacionarse con los vecinos, como confirma la viuda
de la víctima: «¡Ni enemigo ni amigo! ¡Vivimos distanciados, como todos
los que han conocido una época distinta de la época brutal y vulgar
después de la guerra!».
La muerte del señor Gallet,
pues, pertenece a ese grupo de novelas en las que Maigret realiza sus
investigaciones en la Francia profunda y rural, de la que un colega
policía le comenta: «¡Usted no conoce el campo, señor comisario! Tal vez
en él hay peores tipos que en los bajos fondos de París».
Pero ni es la crisis económica mundial, ni es el ambiente rural cerrado
y opresivo, ni es la sociedad la que genera la muerte en este caso,
sino los motivos individuales. Muy pronto Maigret es consciente de esa
situación y por eso responde a uno de los implicados una frase sobre la
que no quiero pasar de puntillas: «Sabré quién es el asesino cuando
conozca bien a la víctima». Y sus preguntas, sin obviar el entorno, van dirigidas hacia el conocimiento de los caracteres de quienes rodeaban a
monsieur Gallet.
Si bien en la novela las circunstancias económicas de los personajes
tienen un papel trascendente, la historia no se nutre de ninguna
injusticia social o explotación laboral, puesto que la víctima, al
contrario, es un legitimista partidario de la restauración borbónica,
cuya ideología no lleva en su programa medidas precisamente progresistas
ni menciona la lucha de clases. Socialmente,
monsieur Gallet
se encuentra a medio camino entre la aristocracia realista y la baja
burguesía. El meollo dramático no está en la carestía del trigo ni en la
imposibilidad de encontrar trabajo, sino en el desajuste familiar, en
la enfermedad, en las máscaras. De hecho, ni siquiera se trata de un
asesinato. El complicado montaje de
monsieur Gallet para
ocultar su suicidio y la astucia con que borra sus huellas sólo
persiguen la seguridad económica de su familia. De modo que ni Simenon
está con el oído dirigido hacia la ventana abierta para escuchar lo que
sucede en las calles, ni a Maigret le queda otra salida que dejar que el
expediente se hunda en el limbo de los polvorientos archivos de los
casos no resueltos.
Valga otro ejemplo, muy distinto, en el que se aprecia nítidamente la
complejidad del concepto de «compromiso literario» y de la dificultad
para establecer una separación entre una y otra tendencia:
Órdenes sagradas,
de Benjamin Black, séptima entrega de la serie protagonizada por
Quirke, el forense que una y otra vez se ve envuelto en las
investigaciones policíacas de su entorno, el autodestructivo patólogo
que tiene problemas con el alcohol y que es alérgico a todo compromiso
personal o gregario, a toda exaltación ideológica o moralista.
Órdenes sagradas arranca con el asesinato de un periodista,
Jimmy Minor, que ya había aparecido como personaje secundario en novelas
anteriores de la serie. La investigación va desentrañando un turbio
asunto de abusos sexuales a menores, que también afectaron a Quirke en
su infancia. En principio, nada más privado e íntimo en cada uno de
nosotros que nuestra sexualidad, una fuente de placer y de felicidad,
pero también en ocasiones de fantasmas y amargura. Y, sin embargo, la
novela trasciende lo individual para revelar un problema social,
particularmente nocivo en Irlanda: los abusos del estamento religioso.
Si la denuncia de Banville-Black sobre el lamentable papel de la iglesia
irlandesa resulta conmovedora y efectiva, no es tanto por su aversión
hacia los abusos o por su intención justiciera cuanto por la altura
literaria con que la emite.
Todas las novelas protagonizadas por Quirke están construidas en torno a
los problemas que generan los lazos familiares y en todas aparece con
mayor o menor protagonismo su propia familia. Si uno de cada cuatro de
los dos mil personajes de
La comédie humaine de Balzac aparece
más de una vez, en las novelas de Benjamin Black este porcentaje es
bastante mayor. La suya no es una narrativa que a través de la adición
de peripecias callejeras ocurridas a diferentes personajes vaya
mostrando un repertorio de los males comunitarios de la época, sino una
insistencia en las pasiones del ámbito privado, de los microcosmos
familiares. Ahora bien, lo que hace que estas novelas sean magníficas es
que, a partir de esos mimbres, también asoman las cuestiones sociales.
Y, aunándolo todo, un estilo profundamente bello y literario sin
necesidad de ser colorista ni enfático, con una hermosa tapicería verbal
para cubrir las paredes de la estructura de estas excelentes
narraciones.
El componente estético
Decía más arriba que el escritor de novela negra escucha y traslada a
su escritura tanto el murmullo del malestar social como los gemidos del
malestar individual, que ninguno de ambos relatos es más importante que
el otro y que no importa tanto la causa germinal de la historia cuanto
la forma en que se narra. Con frecuencia, la gran asignatura pendiente
del género negro, desde mi punto de vista, es encontrar el equilibrio
entre los componentes históricos o sociológicos y los componentes
estéticos. Más preocupado por la narratividad, por el argumento, por los
personajes, casi siempre se echa de menos un mayor esfuerzo en el
estilo, una convicción de que el lenguaje es algo más que una
herramienta auxiliar al servicio de la historia que se narra. Cuando, en
el tránsito entre los siglos XIX y XX, se produce la gran renovación
que supuso el Modernismo, con el culto a la forma más que al tema, dicha
irrupción no afectó a la novela negra, que aún no pisaba tierra firme,
aún estaba en pañales y dedicaba sus primeros esfuerzos a meter los
codos y abrirse hueco entre los demás géneros. Y, así, la novela negra
ha sido a la gran literatura algo parecido a lo que las artes
decorativas son al gran arte: reflejan la época, los gustos y las
costumbres de la gente, distraen, contribuyen al bienestar cotidiano y
son funcionales, con un propósito a menudo más utilitario que estético.
Pero la cerámica, las artes de costura, de marquetería… casi nunca
alcanzan la contundente trascendencia de las grandes artes clásicas. De
alguna manera, la novela negra todavía sigue luchando por salir de ahí,
de ese estrato de gama baja frente a otras escrituras de prestigio,
aunque en los últimos años haya ido ganándose cierto aprecio crítico y,
más aún, el aprecio de los lectores. Al menos, ya es considerado un
género literario, cuando hasta no hace mucho sólo llegaba a ser un
subgénero. Tal vez la novela negra sea el género que más contribuyó a
limpiar, en la primera mitad del siglo XX, la retórica prosaica y
grandilocuente que dejó el agotamiento de la gran novela del XIX, la
escombrera folletinesca y sentimental en que derivó el naturalismo.
Pero ocurre que a menudo se pasa de frenada y cae en un exceso de
sequedad, de dureza lingüística. Se impone entonces una prosa metálica y
llena de astillas, de frases contundentes, una escritura pasada por el
alambique que renuncia a todo entusiasmo de vocabulario, en la que los
personajes hablan como si dispusieran de pocas oportunidades o de poco
tiempo y tuvieran que aprovecharlos al máximo antes de que el autor les
retire la palabra. Predomina así, por encima de idiomas y de temas, un
estilo breve y seco, casi indigente, que huye del adjetivo como si fuera
algo venenoso y galopa a lomos de los verbos persiguiendo la acción,
sin detenerse a contemplar todo lo que desfila alrededor; una
insistencia en reducir las palabras a su sustancia elemental, a
despojarla de connotaciones y a impedir que se encuentren en una esquina
de cualquier línea un sustantivo con un adjetivo inesperado, como si
los autores temieran que de ese contacto salieran ambos entrechocando y
confundiendo a los lectores.
La novela negra tiene algunas exigencias y corsés: la aparición de un
enigma, del delito, del daño. Pero no es obligatorio aceptar que baje la
ambición o la altura del estilo, ni que autores que han demostrado un
alto grado de dominio del lenguaje en otros géneros reduzcan su nivel de
exigencia al enfrentarse al negro, como si temieran que un lenguaje
elaborado estorbara el desarrollo de la historia, o como si consideraran
que el lector de este género tuviera que conformarse con menos. Pero
nunca un buen estilo es una jaula de oro ni una ratonera que aprese o
inmovilice u obstaculice la narración. Al contrario, un buen estilo
rompe las cadenas semánticas, ensancha el significado del relato, lo
llena de matices. A este respecto, el cuidado y la precisión del diálogo
como recurso narrativo tienen una especial importancia. Al igual que el
ritmo es un instrumento esencial del poema, así el diálogo resulta el
recurso idóneo y connatural a la novela policíaca, donde la
investigación sobre un enigma exige un juego de preguntas y respuestas.
El detective suele ser un tipo solitario, por más que en la mayoría de
los casos su hábitat natural sea la ciudad y viva rodeado de miles o
millones de personas de todas las razas y creencias, agrupadas en
edificios y sujetas a todo tipo de intereses. El detective es alguien
aislado entre la multitud, en quien se da una paradoja: es muy eficaz en
sus investigaciones para resolver los problemas de sus clientes, pero
no suele lograr el mismo éxito en su vida privada. Aunque haya
excepciones, como la de un Maigret siempre bien acompañado por Madame
Maigret, que le tiene preparada sus
blanquettes de veau cuando
llega al hogar, fatigado por los agobios laborales, en general el
detective es alguien solitario. Y, a priori, la expresión natural del
solitario es el monólogo, por más que en sus investigaciones se vea
obligado a dialogar con muchos personajes diferentes, a interrogarlos
sobre lo que ocurre en el mundo. Sin que el lector tenga que preguntar,
el monólogo muestra lo que un personaje lleva en su interior: se narra
desde dentro hacia fuera. Mediante el diálogo, por el contrario, un
personaje aborda a su interlocutor desde fuera e intenta llegar a su
interior.
Conclusión
En definitiva, si bien la novela negra es un género apropiado para
reflejar el malestar social, su práctica no se limita a ese único
objetivo, como un buen cocinero no se dedica únicamente a preparar
platos de pescado y no desdeña otros ingredientes. Y, así, al lado de la
novela negra socialmente comprometida con la realidad, que desdeña la
torre de marfil en que se refugia el autor ensimismado y neutral que se
muerde las uñas y hurga en su psicología y se explaya sobre la
insondable profundidad de su alma, que piensa que el mundo no es algo
comprensible y que su caos no puede ser paliado con ninguna intervención
humana, también sigue practicándose con mayor o menor talento, sin
agotarse, otra tendencia que actualiza las estructuras tradicionales de
la novela de enigma.
El compromiso político o social es un elemento más de cualquier texto
literario y no estorba su calidad artística mientras la escritura no se
subordine a él, como Picasso no subordinó el cubismo en el
Guernica para hacerlo más comprensible a más gente. El compromiso,
l’engagement,
no estorba siempre que no sea un pegote añadido al cuerpo del poemario,
de la pieza dramática, de la novela negra. Por muy bondadosas que sean
sus intenciones, o por muy necesaria que sea la denuncia social, el
compromiso no debe recibir ningún privilegio y debe ser sometido al
mismo control de calidad, a la misma depuración estética que cualquier
otro componente de la obra. Un creador debe estar al lado de cualquier
lucha social por la libertad y la justicia, pero no puede dejar que ese
afán cambie ni una sola palabra adecuada a su estilo por otra palabra
más adecuada a su discurso.
El arte es arte cuando no se subordina a ningún utilitarismo, a ninguna
finalidad práctica, cuando no obedece a las leyes sociales, sino a las
de la estética; cuando deja de ser un medio vicario para fines
religiosos –como lo fue en siglos pasados– o para fines políticos o
sociales, y se convierte en un fin en sí mismo. Si en una obra de
ficción no luchan en igualdad de condiciones los personajes que
representan el bien o el mal, la justicia o la injusticia, la inocencia o
la culpa; si los primeros cuentan con la fuerza todopoderosa del autor
omnisciente para distribuir culpas o razones, la obra resultante no
puede ser objetiva. La intención quedará por encima del resultado
artístico. Por lo mismo, tampoco puede concluirse que un escritor sea
mejor que otro porque entregue los beneficios de los derechos de autor
que generan sus libros a una docena de ONG. No son las intenciones las
que legitiman la escritura: desde Gide para acá ya se ha dicho muchas
veces. Ahora bien, predomine una u otra corriente –malestar social o
malestar individual–, parece evidente que la novela negra ha elevado su
nivel literario, está en auge y disfruta de un idilio entre autores y
lectores.
La novela negra ha elevado su nivel literario, está en auge y disfruta de un idilio entre autores y lectores
No comparto la afirmación de Vladimir Nabokov de que al aficionado a las novelas policíacas le encanta que le engañen.
Si hay grandes escritores aficionados a la novela negra, hay otros,
como Nabokov, que no la soportan. En el capítulo dedicado a su análisis
de
El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, escribe
de Robert Louis Stevenson: «Es uno de los antepasados de la moderna
novela de detectives. Pero la actual novela de detectives es la negación
misma del estilo. Todo lo más es literatura convencional. No soy de
esos profesores que, con cierto pudor, se jactan de disfrutar con las
novelas de detectives; las encuentro muy mal escritas para mi gusto y me
aburren soberanamente».
Pero, a pesar de la afirmación de Nabokov, la novela negra ya es algo
más que una adicción del aficionado popular poco exigente y más que una
debilidad a la que se entregan algunas mentes privilegiadas como si
fuera un tanto vergonzante, después de haber trabajado sesudamente en un
ensayo. Y a veces tengo la impresión de que este género está
consiguiendo un efecto benéfico: saltar el abismo entre dos conceptos
literarios antagónicos, romper la vieja incompatibilidad entre una
literatura compleja y trascendente, pero que no tiene demasiados
lectores, y una literatura popular que tiene lectores pero no tiene
trascendencia.
Hay, además, otro aspecto que ha contribuido al aumento de su
aceptación: el nuevo perfil de los detectives, más cercanos a la
realidad de los lectores. En la novela negra tradicional, el lector no
se medía con el detective, que siempre estaba muy por encima de él. El
lector no tenía el arrojo, la resistencia al dolor de los Philip Marlowe
o Sam Spade, ni alcanzaba la inteligencia de Auguste Dupin, de Sherlock
Holmes, de Hercule Poirot. El detective estaba por encima, en otra
dimensión. Sin embargo, en los últimos tiempos, con Henning Mankell,
Petros Márkaris, Robert Galbraith o Benjamin Black, los detectives han
bajado a la tierra. Wallander sufre problemas de diabetes, su padre está
ingresado en una residencia y no sabe resolver los conflictos con su
hija; Jaritos discute con Adriani y tiene dificultades para llegar a
final de mes; Cormoran Strike está mutilado y es huérfano, y Quirke
también es huérfano y alcohólico. Los detectives han bajado un peldaño,
hasta la altura de los lectores, que los ven más humanos, comparten sus
debilidades y sufren parecidas dificultades.
Por todo ello, cada día nuevos advenedizos se suman a los viejos
aficionados y se amplia esa comunidad, esa cohorte anónima de lectores
que devoran títulos con una entrega incondicional a algún detective que
en las novelas dice lo que ellos piensan. El público lector que hace una
década consumía novelas históricas protagonizadas por reyes o nobles o
grandes personajes y ambientadas en épocas pasadas y en escenarios de
castillos o palacios que luego visitaba en sus viajes de fin de semana,
ahora prefiere novelas negras ambientadas en la actualidad y
protagonizadas, en cambio, por personajes anónimos. Entre estos
lectores, ciertamente, hay muchos que solo buscan el entretenimiento –lo
que es muy legítimo–, pero también los hay que exigen que el libro sea
literario de alguna forma, bien por la profundidad de los personajes,
bien por la belleza del estilo.
Del mismo modo que en la España del Siglo de Oro o en la Inglaterra
isabelina los aficionados de todos los estratos de la sociedad llenaban
los corrales donde se representaban comedias que ilustraban sus
creencias y su escala de valores, circunstancia a la que hace un curioso
homenaje J. K. Rowling/Robert Galbraith en su estupenda novela
El gusano de seda;
o tal como la burguesía del siglo XIX auspiciaba y consumía una nueva
novela en la que se veía retratada; o como el proletariado de estirpe
soviética promocionaba un realismo social que reflejaba sus utopías, tal
vez podría avanzarse –aunque nos falte perspectiva– que la actual
sociedad consume y mantiene en auge una novela negra que explicita sus
temores y pesadillas, ajena a la paradoja de que una mala época para la
sociedad es una buena época para el género.
No faltan, como es lógico, algunas voces que califican de
marketing
y de operación comercial esta actualidad. Pero cuando tanto imperan las
operaciones comerciales deportivas o inmobiliarias, o puramente
especulativas, bienvenidas sean todas las operaciones comerciales que
ayuden al fomento de la lectura, sean para el género que sean, porque
quien se aficiona a leer a Chandler se va acercando a leer a Faulkner.
Para terminar, quiero volver al principio: no hay una separación
tajante entre estas dos concepciones. Del mismo modo que para comprender
cómo es un molusco no puede analizarse únicamente su concha, la
estructura externa tras la que se protege y desde la cual establece sus
relaciones con el mundo, y es imprescindible observar y describir
también el cuerpo que habita y palpita dentro, también el novelista debe
enfocar su escritura en ambas direcciones, intentando desvelar los
mecanismos con que el malestar social intensifica el malestar individual
y, al mismo tiempo, el malestar individual termina contaminando a toda
la sociedad, la forma en que la bondad o la perversión de las
instituciones terminan influyendo sobre la bondad o la perversión de los
ciudadanos.
El género seguirá creciendo en la medida en que la libertad del
escritor se imponga sobre los corsés genéricos y sepa integrar en sus
páginas un interrogatorio policial con una reflexión sobre la soledad de
un personaje, o una escena lírica con un atraco a un banco, si así lo
quiere, o una página de un diario con la descripción de una pistola; en
la medida, en fin, en que se trasciendan las fronteras de las novelas
negras escritas
por escritores de novela negra
para lectores de novela negra
en ambientes de novela negra y
con los
personajes-tipo de la novela negra y se dedique a profundizar, sin
perder sus características genéricas, y a actualizar uno de los grandes
temas universales de la novela, que viene de Cervantes, de Rousseau, de
Faulkner: las relaciones siempre conflictivas entre el ideal moral del
individuo y un mundo que no es nada moral.
Eugenio Fuentes es autor de un volumen de cuentos,
Vías muertas (1997), otro de artículos periodísticos,
Tierras de fuentes (Mérida, Editora Regional de Extremadura, 2010) y de los ensayos literarios
La mitad de Occidente (Mérida, Editora Regional de Extremadura, 2003) y
Literatura del dolor, poética de la bondad (Mérida, Editora Regional de Extremadura, 2013). Su detective privado Ricardo Cupido ha protagonizado sus novelas
La sangre de los ángeles (Alba, Barcelona, 2001),
Las manos del pianista (Barcelona, Tusquets, 2003),
Cuerpo a cuerpo (Barcelona, Tusquets, 2007),
El interior del bosque (Barcelona, Tusquets, 2008),
Contrarreloj (Barcelona, Tusquets, 2009) y
Mistralia (Barcelona, Tusquets, 2015). Es autor también de
Venas de nieve (Barcelona, Tusquets, 2005) y
Si mañana muero (Barcelona, Tusquets, 2013).
25/11/2015