Se nos ha muerto Emilio Lechuga
El
 plural del título no tiene nada de mayestático: Emilio se ha muerto 
para mucha gente, incluso para la que no lo conocía, pues su activismo 
honesto y valiente es plenitud de la que anda más que huérfana nuestra 
enmadrastrada madre España. Su historial en el ámbito público es 
abrumador: fue fundador del Partido Socialista de Andalucía, abogado en 
la acusación popular contra Juan Guerra, concejal en Sevilla (con el 
PSA) y en Ayamonte (como independiente), fundador del sindicato de 
enseñanza APIA y del sindicato Piensa.
También
 fue maestro, profesor y abogado. En su caso, no había ningún hiato 
entre el ámbito público, el profesional y el privado. En todos ellos se 
caracterizó por su honestidad, su coraje cívico, su intransigencia ante 
la injusticia: si no existían cauces para la dignidad, él los creaba. El
 respeto hacia otras posiciones ideológicas fluía en él de manera 
natural, al igual que su aversión a los absolutos: siendo un hombre de 
izquierdas, jamás tuvo empacho en criticar duramente los dogmas 
anquilosados y vacuos de cierta izquierda (por ejemplo, en educación), e
 incluso se presentó a las municipales, como independiente, por el PP; 
fundó un partido andalucista y, al mismo tiempo, albergó siempre un 
profundo sentimiento abierto y cosmopolita; fue defensor del laicismo 
pero se opuso con determinación a las muestras de anticlericalismo 
sectario. Estas y otras “contradicciones” no son, en realidad, sino 
credenciales de una persona a la que, por derecho propio, le corresponde
 el título de librepensador.
Desempeñó
 cargos de responsabilidad (por ejemplo, fue concejal por Sevilla 
durante la Expo 92) en el momento en que se tejía la urdimbre corruptora
 que ha esquilmado y, en cierta medida, malogrado este país. Sin 
embargo, no existe la menor mácula en su hoja de servicios. Es más, 
combatió con gallardía la corruptela urbanística en Ayamonte, muy a 
contracorriente del vasallaje impuesto por la plutocracia y su 
inevitable cohorte de mangantes mediocres.
Invariablemente
 íntegro, idealista sin obcecaciones, promotor de lo mejor, no nos puede
 extrañar que, cuando los renglones empezaron a escribirse torcidos, 
abandonara la política para volver a las aulas. En nuestros profesionales de la política
 (y él, como los griegos antiguos, siempre entendió esto como un 
oxímoron) podemos contar con los dedos de una mano los que, después de 
volar tan alto, retornan a su profesión. Y lo hizo no sólo para impartir
 sus clases de Filosofía, sino también para animar al profesorado a 
reaccionar contra la destrucción sistemática de la enseñanza pública que
 se estaba llevando a cabo. Y después de ver dolorosamente cómo su 
querida APIA se sumía en el vértigo autodestructor, tuvo redaños 
suficientes para dar impulso a un segundo sindicato (Piensa) que 
continuara con los ideales del anterior. Así era Emilio: indesmayable al
 desaliento, incapaz de rendirse ante lo peor, permanentemente dispuesto
 a pasearse a cuerpo.
Nunca
 he conocido a nadie que tuviera tan claro que un político es un 
servidor de lo común y no un miembro de una casta aparte de la 
ciudadanía. Cuando la ministra Pilar del Castillo nos recibió, él no 
dudaba de que teníamos que ir vestidos como decidiéramos; era ella, la 
ministra, la que tenía que mostrar deferencia hacia nosotros, 
representantes directos del profesorado. Recuerdo también la respuesta 
que dio a un profesor que, en una visita sindical a un instituto, se nos
 acercó para comunicarnos: “os voy a votar”. Y él, seguro de que nuestro
 sindicato brindaba la posibilidad de recuperar la genuina voz del 
profesorado, respondió de inmediato: “querrás decir que te vas a 
votar, ¿no?”. O, por último, cuando la Consejera de Educación, Cándida 
Martínez, al oírle defender la necesidad de escolarización por niveles 
y, por tanto, de itinerarios, le dijo escandalizada: “¡pero eso es lo 
que dice la ministra [del PP]!”, y él, en seguida, “no, señora, es justo
 al revés: es la ministra la que ha recogido nuestras reivindicaciones 
de siempre”.
Emilio
 era un tipo con encanto, con mucho encanto, capaz de caer bien incluso a
 sus enemigos. Conservaba algo de pícaro, que él conciliaba nativamente 
con cierta disposición cordial quijotesca (de ahí su cariñosa amistad 
con ese otro quijote sureño: Carlos Cano). En su alquimia personal 
también cabía un toque de seducción y altanería humphreybogart, de 
bonhomía machadiana y de un humor entre socarrón y andaluz. Incapaz de 
rencor, siempre tendía una mano al entendimiento y no aceptaba que la 
discordia tuviera la última palabra. Sin duda, era una persona muy 
entrañable, grande en el sentido grande de la palabra. Es lo que se 
suele decir de alguien cuando muere. Pero conversen con cualquiera que 
lo trató y comprenderán hasta qué punto es esto verdad. Por supuesto, no
 era perfecto, nadie es perfecto (su corazón enorme, por ejemplo, tenía 
facilidad para sentirse herido), pero eso no hace su grandeza menos 
grande, simplemente la hace real.
Y
 Emilio era, sobre todo, un amigo. Nunca le conocí un gesto de 
mezquindad: lo pequeño no encontró, en ninguna de sus modalidades, el 
menor asidero en él. Son tantas las anécdotas emotivas que se agolpan 
ahora en mi mente, que darían para escribir un libro o dos. Fardaba con 
gracia de la galería de fotos en las que aparecía con las personalidades
 más descollantes de los años 90 y sonreía cuando le decíamos, Juan y 
yo, que la que de verdad le envidiábamos era la que tenía con Carolina 
de Mónaco cuando más Carolina de Mónaco que nunca. Conocía como nadie 
las claves de la hospitalidad, tenía el don de hacer sentir cómodo a 
quien tenía enfrente. Por eso no es de extrañar que fuera maestro en la 
buena conversación y el buen vino.
La
 última vez que lo vi, hace mes y medio, eran visibles las huellas de la
 contienda que mantenían cuerpo y alma: aquel, lento, frágil, aleve; 
esta, lúcida, activa, colmada de proyectos. Es por eso que su legado 
espiritual, ahora que su cuerpo ya no existe, es tan vivo. 
Reconociéndolo, honrándolo, nos reconocemos y honramos a nosotros 
mismos. Emilio, te mando un cercanísimo abrazo hambriento y trasterrado,
 más allá de las sombras, al través de los tiempos y los espacios.
Carlos Rodríguez Estacio

 
 

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