"En la vida, lo importante es la capacidad de responder ante el sufrimiento del prójimo." (Ludwig Wittgenstein)

lunes, 11 de agosto de 2014

IN MEMORIAM (maestro comprometido)

Se nos ha muerto Emilio Lechuga
El plural del título no tiene nada de mayestático: Emilio se ha muerto para mucha gente, incluso para la que no lo conocía, pues su activismo honesto y valiente es plenitud de la que anda más que huérfana nuestra enmadrastrada madre España. Su historial en el ámbito público es abrumador: fue fundador del Partido Socialista de Andalucía, abogado en la acusación popular contra Juan Guerra, concejal en Sevilla (con el PSA) y en Ayamonte (como independiente), fundador del sindicato de enseñanza APIA y del sindicato Piensa.
También fue maestro, profesor y abogado. En su caso, no había ningún hiato entre el ámbito público, el profesional y el privado. En todos ellos se caracterizó por su honestidad, su coraje cívico, su intransigencia ante la injusticia: si no existían cauces para la dignidad, él los creaba. El respeto hacia otras posiciones ideológicas fluía en él de manera natural, al igual que su aversión a los absolutos: siendo un hombre de izquierdas, jamás tuvo empacho en criticar duramente los dogmas anquilosados y vacuos de cierta izquierda (por ejemplo, en educación), e incluso se presentó a las municipales, como independiente, por el PP; fundó un partido andalucista y, al mismo tiempo, albergó siempre un profundo sentimiento abierto y cosmopolita; fue defensor del laicismo pero se opuso con determinación a las muestras de anticlericalismo sectario. Estas y otras “contradicciones” no son, en realidad, sino credenciales de una persona a la que, por derecho propio, le corresponde el título de librepensador.
Desempeñó cargos de responsabilidad (por ejemplo, fue concejal por Sevilla durante la Expo 92) en el momento en que se tejía la urdimbre corruptora que ha esquilmado y, en cierta medida, malogrado este país. Sin embargo, no existe la menor mácula en su hoja de servicios. Es más, combatió con gallardía la corruptela urbanística en Ayamonte, muy a contracorriente del vasallaje impuesto por la plutocracia y su inevitable cohorte de mangantes mediocres.
Invariablemente íntegro, idealista sin obcecaciones, promotor de lo mejor, no nos puede extrañar que, cuando los renglones empezaron a escribirse torcidos, abandonara la política para volver a las aulas. En nuestros profesionales de la política (y él, como los griegos antiguos, siempre entendió esto como un oxímoron) podemos contar con los dedos de una mano los que, después de volar tan alto, retornan a su profesión. Y lo hizo no sólo para impartir sus clases de Filosofía, sino también para animar al profesorado a reaccionar contra la destrucción sistemática de la enseñanza pública que se estaba llevando a cabo. Y después de ver dolorosamente cómo su querida APIA se sumía en el vértigo autodestructor, tuvo redaños suficientes para dar impulso a un segundo sindicato (Piensa) que continuara con los ideales del anterior. Así era Emilio: indesmayable al desaliento, incapaz de rendirse ante lo peor, permanentemente dispuesto a pasearse a cuerpo.
Nunca he conocido a nadie que tuviera tan claro que un político es un servidor de lo común y no un miembro de una casta aparte de la ciudadanía. Cuando la ministra Pilar del Castillo nos recibió, él no dudaba de que teníamos que ir vestidos como decidiéramos; era ella, la ministra, la que tenía que mostrar deferencia hacia nosotros, representantes directos del profesorado. Recuerdo también la respuesta que dio a un profesor que, en una visita sindical a un instituto, se nos acercó para comunicarnos: “os voy a votar”. Y él, seguro de que nuestro sindicato brindaba la posibilidad de recuperar la genuina voz del profesorado, respondió de inmediato: “querrás decir que te vas a votar, ¿no?”. O, por último, cuando la Consejera de Educación, Cándida Martínez, al oírle defender la necesidad de escolarización por niveles y, por tanto, de itinerarios, le dijo escandalizada: “¡pero eso es lo que dice la ministra [del PP]!”, y él, en seguida, “no, señora, es justo al revés: es la ministra la que ha recogido nuestras reivindicaciones de siempre”.
Emilio era un tipo con encanto, con mucho encanto, capaz de caer bien incluso a sus enemigos. Conservaba algo de pícaro, que él conciliaba nativamente con cierta disposición cordial quijotesca (de ahí su cariñosa amistad con ese otro quijote sureño: Carlos Cano). En su alquimia personal también cabía un toque de seducción y altanería humphreybogart, de bonhomía machadiana y de un humor entre socarrón y andaluz. Incapaz de rencor, siempre tendía una mano al entendimiento y no aceptaba que la discordia tuviera la última palabra. Sin duda, era una persona muy entrañable, grande en el sentido grande de la palabra. Es lo que se suele decir de alguien cuando muere. Pero conversen con cualquiera que lo trató y comprenderán hasta qué punto es esto verdad. Por supuesto, no era perfecto, nadie es perfecto (su corazón enorme, por ejemplo, tenía facilidad para sentirse herido), pero eso no hace su grandeza menos grande, simplemente la hace real.
Y Emilio era, sobre todo, un amigo. Nunca le conocí un gesto de mezquindad: lo pequeño no encontró, en ninguna de sus modalidades, el menor asidero en él. Son tantas las anécdotas emotivas que se agolpan ahora en mi mente, que darían para escribir un libro o dos. Fardaba con gracia de la galería de fotos en las que aparecía con las personalidades más descollantes de los años 90 y sonreía cuando le decíamos, Juan y yo, que la que de verdad le envidiábamos era la que tenía con Carolina de Mónaco cuando más Carolina de Mónaco que nunca. Conocía como nadie las claves de la hospitalidad, tenía el don de hacer sentir cómodo a quien tenía enfrente. Por eso no es de extrañar que fuera maestro en la buena conversación y el buen vino.
La última vez que lo vi, hace mes y medio, eran visibles las huellas de la contienda que mantenían cuerpo y alma: aquel, lento, frágil, aleve; esta, lúcida, activa, colmada de proyectos. Es por eso que su legado espiritual, ahora que su cuerpo ya no existe, es tan vivo. Reconociéndolo, honrándolo, nos reconocemos y honramos a nosotros mismos. Emilio, te mando un cercanísimo abrazo hambriento y trasterrado, más allá de las sombras, al través de los tiempos y los espacios.
Carlos Rodríguez Estacio

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