Introducción
 En general, se da por aceptada la tesis de que sobre la novela negra, 
más que sobre ningún otro género, recae la responsabilidad de reflejar 
el malestar social, especialmente dañino e insidioso en momentos de 
crisis como los actuales. No hay periodista que no formule esa pregunta a
 los escritores que incursionan en el género, dando por hecho una 
respuesta afirmativa, y en las reseñas literarias apenas hay crítico que
 no abunde en dicha responsabilidad.
 Pero, a mi entender, esta tesis, sin ser errónea, es incompleta para 
definir los atributos del género negro, y me pregunto si no se trata de 
una de esas ideas que en un momento dado alguien aplicó a algunas 
novelas negras con tan buen criterio y perspicacia que enseguida 
adquirió velocidad e inercia y, al ir rodando de reseña en reseña, ya 
nadie sabe de dónde proceden, pero se extienden de modo generalizado 
abarcando a todo el género. En las páginas que siguen intentaré matizar 
esa consolidada estereotipia y exponer que la violencia y el delito 
consustanciales al género negro nacen de dos tipos de malestar: el 
social y el individual, y que ambas fuentes son igualmente inspiradoras y
 fructíferas.
 Aunque en cada autor puede apreciarse el predominio de uno u otro 
impulso, las fronteras entre ambos no siempre están delimitadas: ni el 
escritor más convencido de que las circunstancias y ambientes sociales 
explican los comportamientos personales está exento de conceder alguna 
influencia al carácter individual, ni el escritor más convencido de que 
es en el alma donde residen las últimas razones del mal mantiene una 
total indiferencia por el mundo y desdeña la influencia de lo que sucede
 en las calles.
 
Malestar social
 Sobre este aspecto, ya escribí en 
Revista de Libros que, en buena medida, los motivos sociológicos están en la raíz del actual éxito, auge y pujanza del 
thriller:
 vivimos tiempos sombríos, pesimistas, oscuros, en los que la crisis 
económica afecta a toda la sociedad e invade los terrenos afectivos y 
emocionales. Se diría que, de ser una sociedad de consumo, hemos pasado a
 ser una sociedad de rebajas. Parece evidente que la injusticia social y
 los desequilibrios económicos favorecen el delito y, como consecuencia,
 imponen su presencia en la narrativa policial. La inseguridad ciudadana
 es tanto mayor cuando mayor es la inseguridad social, que aumenta en la
 misma proporción en que aumenta la distancia entre los muy ricos y los 
muy pobres. Como afirma Tony Judt en su magnífico ensayo 
Algo va mal,
 en los últimos treinta años se ha incrementado la desigualdad –que en 
Occidente había ido limándose desde finales del siglo XIX hasta 1980–, 
con el consiguiente aumento de pobreza, desempleo, delincuencia, 
obesidad, enfermedades mentales y angustia personal. Parece que hemos 
olvidado que las naciones más felices, donde los ciudadanos gozan de 
mayor bienestar, no son las más ricas y poderosas, sino aquellas en que 
hay menos distancia entre los muy ricos y los muy pobres.
 En los tiempos de crisis hay una pérdida de confianza del individuo en 
las estructuras del poder y en las instituciones públicas que no han 
sabido impedir aquélla, si es que no han contribuido a su agravamiento. 
No hay seguridad de que los banqueros guarden nuestro dinero, de que los
 políticos se esfuercen por el bien común e incluso, en ocasiones, se 
sospecha de la imparcialidad de los jueces. Es en este marco –y en el 
subsuelo que oculta– donde encaja la novela negra. Las crisis económicas
 y sus secuelas de desencanto y pesimismo, de conflictos laborales, de 
aumento de la marginalidad y de la delincuencia, crean unos yacimientos 
de ideas, sucesos y personajes donde el género encuentra una jugosa 
cantera para la inspiración. El delito –o la sospecha de delito– se 
convierte en objeto narrativo, que nace, según esta interpretación de 
carácter social, de la desigualdad, de la corrupción y abuso del poder.
 La novela negra objetiva e ilustra con historias concretas, con 
personajes a quienes pone nombre y ambienta en la realidad, ese temor 
nebuloso que flota en las sociedades occidentales del bienestar, la 
sospecha de que, a pesar de nuestras previsiones, todo es precario y 
puede derrumbarse en cualquier momento. La novela negra denuncia el 
creciente abismo entre los muy ricos y los muy pobres, el endurecimiento
 de las condiciones laborales y, en general, el desamparo del individuo 
frente a cualquier tipo de poder. La novela negra arroja luz sobre los 
callejones que no iluminan las farolas del alumbrado público, con ese 
acento de insolencia que tiene este género para dudar de las verdades 
oficiales. Pero –y esta diferencia la separa de escritores como Charles 
Dickens o Victor Hugo– en sus páginas no se ofrece la salida que la 
caridad individual, la generosidad navideña o la filantropía de un 
personaje todopoderoso ofrecían en la novela decimonónica, con lo que 
resulta más sombría.
 
 
A los personajes que protagonizan otros géneros y que ignoran los males
 del mundo, la novela negra opone el detective que baja a la calle a 
fajarse contra esos males y, en este sentido, casi siempre defiende unos
 valores morales. Ahora bien, lo hace a título individual, puesto que el
 detective no es un ingenuo quijote que crea que el orden moral de una 
sociedad puede ser impuesto por acciones individuales ni, por otra 
parte, jamás se organizará en una cooperativa o en un sindicato. El 
detective-héroe, incapaz de permanecer inmóvil, inmerso en la 
contemplación de su interior, es un hombre que ha perdido el optimismo 
social, la fe en la organización pacífica de la convivencia. Sabe que no
 puede intervenir sobre las estructuras del poder ni puede modificarlas 
para un mayor equilibrio, puesto que son mucho más poderosas que su 
capacidad correctiva, y, consciente de que las injusticias sociales 
previas al descubrimiento del cadáver continuarán existiendo cuando en 
el desenlace se hayan resuelto los enigmas del delito, al menos procura 
con su aportación recuperar el equilibrio individual, no el equilibrio 
colectivo, por lo que nunca podrá echarse a descansar. También sabe que 
tan difícil es el dominio y perfeccionamiento de las causas sociales del
 padecimiento como el dominio y el perfeccionamiento de las pasiones 
individuales, y que ambas pueden ser igualmente dañinas. De ahí el 
desconsuelo, el pesimismo global que impregna el género.
 Veamos un ejemplo clásico, cuyo valor literario está unánimemente 
aceptado: Philip Marlowe, el protagonista de las novelas de Raymond 
Chandler. Como muchos otros detectives, Marlowe es un solitario que ni 
representa a la sociedad ni lo pretende, no al menos como en la antigua 
épica cristalizaban en el héroe los anhelos de la comunidad, que veía en
 él un espejo de sus aspiraciones colectivas. El héroe pretende con su 
sacrificio alcanzar un bien para su pueblo, pero, en cambio, el 
detective ha perdido el formato heroico de la epopeya y ya no aspira a 
sacrificarse por una sociedad en la que no cree. El detective representa
 la desheroización del paladín clásico y se niega a soportar sobre sus 
hombros todo modelo ejemplificatorio. Y de ahí que a menudo aparezca 
teñido con defectos que nunca ensombrecerían al héroe épico: es bebedor,
 pesimista, problemático, discordante, antisocial, con una biografía 
sentimental poco estable…
 En estas novelas que dan primacía al ambiente y que quieren ofrecer una radiografía de los males sociales, el 
yo del
 autor no tiene cabida, desplazado a las sombras por la poderosa 
presencia de la realidad empírica, por la tradición de un Realismo que 
niega que el valor y la originalidad del texto están en la subjetividad 
del autor y que afirma que eso son zarandajas y que lo más importante es
 la representación del mundo, que un escritor debe únicamente escribir 
sobre aquello que ve y oye; que cualquier vagabundeo emocional, 
caprichoso y discursivo de un 
yo al que le gusta deambular en 
libertad, dejándose llevar por el fluir de su pensamiento, es todo lo 
contrario al cálculo necesario para construir una pieza de precisión 
como es la novela negra.
 
Malestar individual
 Es probable que, por la similitud del itinerario, cualquier persona 
que, durante el verano del 2015, cogiera un vuelo que desde Barcelona o 
Madrid sobrevolara los Alpes hacia Centroeuropa recordara a Andreas 
Lubitz y se preguntara por las razones que lo llevaron a estrellar 
contra la montaña el avión que pilotaba. Al menos, a mí me ocurrió 
cuando, pocos días después de la tragedia, también volaba hacia Basilea.
 ¿Qué impulsó a Lubitz a cometer esa locura? No era un gánster, ni un 
terrorista, ni quería acabar con la vida de un determinado pasajero. 
Ante él, nos enfrentamos ante un agujero negro en el que habitan fuerzas
 irracionales, ante un misterio del corazón, esa compleja y enigmática 
víscera sobre la que tanto se ha disertado y escrito sin llegar a 
desentrañar su funcionamiento.
 Aunque la novela negra, como hemos comentado más arriba, sea un género 
idóneo para expresar el malestar comunitario, para reflejar las 
inquietudes y temores de la sociedad y denunciar sus taras, porque se 
adhiere con facilidad a la época y la refleja mejor que otros, no puede 
limitarse a esa virtud. Está muy bien que la incluya, porque la 
literatura del compromiso ha ofrecido páginas extraordinarias, pero 
reducida a esa expresión resultaría insuficiente y conformista, además 
de efímera: si un texto sólo es social, corre el peligro de dejar de 
interesar cuando hayan desaparecido los intereses sociales que lo 
inspiraron. Al insertar en el texto unas referencias temporalmente 
caducas, está introduciéndose un elemento perecedero en el corazón de un
 organismo que aspira a perdurar. ¿No le ha pasado algo de eso a Manuel 
Vázquez Montalbán, que tantas alusiones a la actualidad política, 
deportiva o gastronómica introducía en sus novelas de Carvalho? El 
reflejo de una realidad ingrata y la denuncia de los males sociales no 
siempre aportan a un libro las calorías literarias suficientes para 
mantenerse en pie durante mucho tiempo: se necesitan otras virtudes 
añadidas. Las grandes novelas, negras o blancas, no tienen como única 
destinataria a la sociedad del momento, sino que aspiran a interesar al 
ser humano de todas las épocas, de hoy y de mañana. En este sentido 
abunda Stendhal en 
Rojo y negro cuando escribe: «La política es
 una piedra atada al cuello de la literatura y que, en menos de seis 
meses, la sumerge. La política, cuando existen intereses de imaginación,
 es un pistoletazo en medio de un concierto».
 Por otro lado, cabe preguntarse si no es un tanto pretencioso por parte
 del escritor atribuirse la función de portavoz de las inquietudes de la
 comunidad, al considerar que puede acaparar la verdad y decir a sus 
contemporáneos lo que deben pensar, tal vez porque no está claro que, 
hoy por hoy, haya intelectuales con el coraje moral de Albert Camus, de 
George Orwell, de Czesław Miłosz o de Günter Grass, o como antes lo 
habían hecho Voltaire o Denis Diderot en Francia y Gotthold Ephraim 
Lessing en Alemania, capaces de levantar la voz desde una independencia 
no viciada por los partidismos, es decir, buscadores imparciales de la 
verdad que no se ponían a pensar desde posturas preconcebidas por alguna
 alineación previa con una u otra opción ideológica. ¡Qué difícil 
resulta condensar en un relato y poner en boca de unos personajes de 
ficción la moral de una época! ¡Cuánto talento se necesita para 
diagnosticar la realidad sin dejarse perturbar por los reclamos de lo 
contingente!
 La dialéctica sobre compromiso o esteticismo tiene tras de sí una larga trayectoria. Ya en el 
Teeteto Platón
 distingue entre los pensadores comprometidos y los que «desconocen 
desde su juventud el camino que conduce al ágora y no saben dónde están 
los tribunales ni el consejo ni ningún otro de los lugares públicos de 
reunión».
 Pero parece actualizarse en la segunda mitad del siglo XIX, cuando se 
extreman las posturas entre el subjetivismo esteticista de Oscar Wilde y
 la declaración de la famosa undécima proposición de las 
Tesis sobre Feuerbach
 (1888), donde Karl Marx pedía un compromiso social a los creadores: 
«Los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo, pero de lo que
 se trata es de transformarlo».
 En la novela negra, la insatisfacción del alma es tan esencial como el 
malestar social. La frecuencia con que a menudo las relaciones 
personales son hostiles –por más que se cuiden las formas de protocolo 
social– da pie al predominio de la psicología sobre la denuncia, del 
estudio de las pasiones del alma sobre las tensiones colectivas. Incluso
 en una sociedad perfecta siempre aparecerá la íntima imperfección del 
hombre que termina generando conflictos provocados por sus creencias y 
sus decisiones morales, y no por el hecho de que los personajes 
pertenezcan a la nobleza, a la burguesía o al proletariado.
 
En la novela negra, la insatisfacción del alma
 es tan esencial como el malestar social
 Hay, pues, otros escritores que renuncian a concederle todo el 
protagonismo a la realidad social, que se niegan a que el género negro 
sea la dinamita social de la literatura, cada novela una máquina de 
guerra y cada una de sus páginas una barricada. No encuentran una causa 
objetiva por la que la novela negra tenga que ser enviada por las elites
 literarias como avanzadilla para identificar y denunciar los males 
sociales. Una obra de Lorenzo Silva o de Alicia Giménez Bartlett no 
tiene por qué ser ni más ni menos comprometida que otra de Belén 
Gopegui, de Rafael Reig o de Isaac Rosa Camacho, que un artículo de 
Manuel Vicent o de Juan José Millás, o que un poema de Jorge Riechmann o
 de Luis García Montero. La novela negra no tiene la obligación de ser 
el vigía moral de la sociedad, y sería peligroso que se dejara en sus 
manos algo tan importante. George Orwell, a quien no le gustaba nada el 
rumbo ideológico que habían tomado algunas violentas novelas 
estadounidenses, está de acuerdo en calificar como «puro fascismo» la exitosa novela 
El secuestro de Miss Blandish,
 de James Hadley Chase, donde se practica una violencia desnuda al 
margen de cualquier ética. No menos irritantes son los libros 
protagonizados por Mike Hammer, el detective creado por Mickey Spillane,
 un personaje violento, machista, profundamente anticomunista y 
partidario de la guerra del Vietnam, que no duda en tomarse la justicia 
por su mano.
 Así pues, hay otros autores de novela negra que se niegan a asumir el papel de 
speaker de
 la crisis económica, del vocero que se inclina hacia el micrófono para 
enumerar las corrupciones de poderosos y banqueros, las artimañas de los
 
hackers, de los tunantes que bailan como derviches en medio de
 las aguas turbulentas, las dificultades que genera un ambiente 
socialmente conflictivo y que pueden culminar en la marginalidad o en el
 delito, porque creen que esa focalización los aleja de su principal 
objetivo: desvelar el mundo interior de cada personaje. Sospechan que 
recurrir a las estructuras sociales y económicas para explicar el 
malestar o el delito es un procedimiento más fácil y cómodo que hurgar 
en la propia condición humana, porque las estructuras sociales y 
económicas ya han sido bien estudiadas y, en cambio, nadie ha sabido 
desvelar la misteriosa naturaleza anímica y emocional del hombre. No 
detectan en lo que sucede en las calles una explicación global al 
delito, por lo que vuelven la mirada hacia el interior del hogar, hacia 
el salón, hacia el dormitorio o la cocina. En lugar de merodear 
circularmente en torno al personaje y sus circunstancias, intentan 
penetrar sagitalmente en su conciencia. La atención, entonces, se aleja 
de la 
polis y de sus conflictos comunitarios para dirigirse hacia el 
oikos y
 sus pasiones privadas. Conscientes de que los mismos estímulos generan 
distintas reacciones, pues hay diferencias entre el individuo y los 
perros de Pavlov, y de que una misma época en un mismo país y en un 
mismo contexto social da lugar a diferentes visiones en el alma 
individual, del mismo modo que los fractales reflejan distintos colores y
 dibujos a partir de una misma luz, estos otros autores desdeñan la 
uniformidad de la historia social de sus criaturas para hurgar en su 
historia individual, retratan el malestar de la conciencia antes que el 
malestar económico y afirman la irreductibilidad del comportamiento 
humano, del carácter y de las acciones del individuo, de los estados de 
ánimo y del poder de los instintos frente a cualquier determinismo del 
ambiente. Si los activistas creen que el delito surge porque la sociedad
 es injusta, los quietistas creen que el delito surge porque el hombre 
no es feliz.
 Esta otra corriente, no menos importante que la 
social, incide
 sobre el malestar emocional, no necesariamente originado por motivos 
económicos, aunque esta focalización no supone indiferencia social. El 
compromiso del detective es con la honradez del que sufre, con la 
soledad de las víctimas, con la indefensión de los inocentes acusados 
por la astucia del malvado. Y, para ese propósito, el relato no necesita
 hundirse siempre en una acción compulsiva que arrastre a los personajes
 de una a otra peripecia. La acción se remansa y da tiempo a que los 
personajes respiren, sin perder de vista la afirmación de Arthur 
Schopenhauer: «Una novela será tanto más elevada y noble cuanta más vida
 
interior y cuanta menos vida 
exterior contenga […]. 
El arte consiste en que con la menor cantidad posible de vida exterior 
se ponga en el más fuerte movimiento la interior, porque lo interior es 
lo que verdaderamente interesa».
 El realismo social, objetivo, como estilo literario, entonces, también 
puede resultar insuficiente. Frente a la casi absoluta desaparición del 
yo en
 la escritura que focaliza el conflicto sobre el malestar social, en 
estas otras historias el autor lanza cargas de fondo de su propio mundo,
 emite guiños de sus ideas o de su carácter, tal como en los cuadros de 
los pintores clásicos, entre el grupo de personajes que asisten al 
entierro de un noble o a una ceremonia áulica, de pronto se descubre en 
la penumbra de la segunda fila a un personaje –el único– que mira al 
espectador y a quien el pintor utilizó para insertar su autorretrato. 
Así, en la amoralidad de Tom Ripley se ve la sombra de pesimismo y 
desengaño de Patricia Highsmith; o en la mirada y el vocabulario con que
 Sam Spade observa la corrupción que impregna la sociedad norteamericana
 se detecta la voz y el compromiso político personal de Dashiell 
Hammett.
 En febrero de 1931, Georges Simenon publica la segunda novela del comisario Maigret: 
La muerte del señor Gallet (
Monsieur Gallet, décédé), una de las más citadas por Maigret en sus 
Memorias.
 La acción transcurre en los diez días que van del 27 de junio al 6 de 
julio de 1930, coincidiendo con la visita del rey español Alfonso XIII a
 París. El libro aparece, pues, en tiempos de una profunda depresión 
económica que está acabando con la pujanza, el optimismo y la alegría de
 los felices años veinte, cuando París era una fiesta, en palabras de 
Hemingway.
 El matrimonio Gallet vive en un pueblo de Seine-et-Marne, 
Saint-Fargeau, sin relacionarse con los vecinos, como confirma la viuda 
de la víctima: «¡Ni enemigo ni amigo! ¡Vivimos distanciados, como todos 
los que han conocido una época distinta de la época brutal y vulgar 
después de la guerra!». 
La muerte del señor Gallet,
 pues, pertenece a ese grupo de novelas en las que Maigret realiza sus 
investigaciones en la Francia profunda y rural, de la que un colega 
policía le comenta: «¡Usted no conoce el campo, señor comisario! Tal vez
 en él hay peores tipos que en los bajos fondos de París».
 Pero ni es la crisis económica mundial, ni es el ambiente rural cerrado
 y opresivo, ni es la sociedad la que genera la muerte en este caso, 
sino los motivos individuales. Muy pronto Maigret es consciente de esa 
situación y por eso responde a uno de los implicados una frase sobre la 
que no quiero pasar de puntillas: «Sabré quién es el asesino cuando 
conozca bien a la víctima». Y sus preguntas, sin obviar el entorno, van dirigidas hacia el conocimiento de los caracteres de quienes rodeaban a 
monsieur Gallet.
 Si bien en la novela las circunstancias económicas de los personajes 
tienen un papel trascendente, la historia no se nutre de ninguna 
injusticia social o explotación laboral, puesto que la víctima, al 
contrario, es un legitimista partidario de la restauración borbónica, 
cuya ideología no lleva en su programa medidas precisamente progresistas
 ni menciona la lucha de clases. Socialmente, 
monsieur Gallet 
se encuentra a medio camino entre la aristocracia realista y la baja 
burguesía. El meollo dramático no está en la carestía del trigo ni en la
 imposibilidad de encontrar trabajo, sino en el desajuste familiar, en 
la enfermedad, en las máscaras. De hecho, ni siquiera se trata de un 
asesinato. El complicado montaje de 
monsieur Gallet para 
ocultar su suicidio y la astucia con que borra sus huellas sólo 
persiguen la seguridad económica de su familia. De modo que ni Simenon 
está con el oído dirigido hacia la ventana abierta para escuchar lo que 
sucede en las calles, ni a Maigret le queda otra salida que dejar que el
 expediente se hunda en el limbo de los polvorientos archivos de los 
casos no resueltos.
 Valga otro ejemplo, muy distinto, en el que se aprecia nítidamente la 
complejidad del concepto de «compromiso literario» y de la dificultad 
para establecer una separación entre una y otra tendencia: 
Órdenes sagradas,
 de Benjamin Black, séptima entrega de la serie protagonizada por 
Quirke, el forense que una y otra vez se ve envuelto en las 
investigaciones policíacas de su entorno, el autodestructivo patólogo 
que tiene problemas con el alcohol y que es alérgico a todo compromiso 
personal o gregario, a toda exaltación ideológica o moralista.
Órdenes sagradas arranca con el asesinato de un periodista, 
Jimmy Minor, que ya había aparecido como personaje secundario en novelas
 anteriores de la serie. La investigación va desentrañando un turbio 
asunto de abusos sexuales a menores, que también afectaron a Quirke en 
su infancia. En principio, nada más privado e íntimo en cada uno de 
nosotros que nuestra sexualidad, una fuente de placer y de felicidad, 
pero también en ocasiones de fantasmas y amargura. Y, sin embargo, la 
novela trasciende lo individual para revelar un problema social, 
particularmente nocivo en Irlanda: los abusos del estamento religioso. 
Si la denuncia de Banville-Black sobre el lamentable papel de la iglesia
 irlandesa resulta conmovedora y efectiva, no es tanto por su aversión 
hacia los abusos o por su intención justiciera cuanto por la altura 
literaria con que la emite.
 Todas las novelas protagonizadas por Quirke están construidas en torno a
 los problemas que generan los lazos familiares y en todas aparece con 
mayor o menor protagonismo su propia familia. Si uno de cada cuatro de 
los dos mil personajes de 
La comédie humaine de Balzac aparece 
más de una vez, en las novelas de Benjamin Black este porcentaje es 
bastante mayor. La suya no es una narrativa que a través de la adición 
de peripecias callejeras ocurridas a diferentes personajes vaya 
mostrando un repertorio de los males comunitarios de la época, sino una 
insistencia en las pasiones del ámbito privado, de los microcosmos 
familiares. Ahora bien, lo que hace que estas novelas sean magníficas es
 que, a partir de esos mimbres, también asoman las cuestiones sociales. 
Y, aunándolo todo, un estilo profundamente bello y literario sin 
necesidad de ser colorista ni enfático, con una hermosa tapicería verbal
 para cubrir las paredes de la estructura de estas excelentes 
narraciones.
 
El componente estético
 Decía más arriba que el escritor de novela negra escucha y traslada a 
su escritura tanto el murmullo del malestar social como los gemidos del 
malestar individual, que ninguno de ambos relatos es más importante que 
el otro y que no importa tanto la causa germinal de la historia cuanto 
la forma en que se narra. Con frecuencia, la gran asignatura pendiente 
del género negro, desde mi punto de vista, es encontrar el equilibrio 
entre los componentes históricos o sociológicos y los componentes 
estéticos. Más preocupado por la narratividad, por el argumento, por los
 personajes, casi siempre se echa de menos un mayor esfuerzo en el 
estilo, una convicción de que el lenguaje es algo más que una 
herramienta auxiliar al servicio de la historia que se narra. Cuando, en
 el tránsito entre los siglos XIX y XX, se produce la gran renovación 
que supuso el Modernismo, con el culto a la forma más que al tema, dicha
 irrupción no afectó a la novela negra, que aún no pisaba tierra firme, 
aún estaba en pañales y dedicaba sus primeros esfuerzos a meter los 
codos y abrirse hueco entre los demás géneros. Y, así, la novela negra 
ha sido a la gran literatura algo parecido a lo que las artes 
decorativas son al gran arte: reflejan la época, los gustos y las 
costumbres de la gente, distraen, contribuyen al bienestar cotidiano y 
son funcionales, con un propósito a menudo más utilitario que estético. 
Pero la cerámica, las artes de costura, de marquetería… casi nunca 
alcanzan la contundente trascendencia de las grandes artes clásicas. De 
alguna manera, la novela negra todavía sigue luchando por salir de ahí, 
de ese estrato de gama baja frente a otras escrituras de prestigio, 
aunque en los últimos años haya ido ganándose cierto aprecio crítico y, 
más aún, el aprecio de los lectores. Al menos, ya es considerado un 
género literario, cuando hasta no hace mucho sólo llegaba a ser un 
subgénero. Tal vez la novela negra sea el género que más contribuyó a 
limpiar, en la primera mitad del siglo XX, la retórica prosaica y 
grandilocuente que dejó el agotamiento de la gran novela del XIX, la 
escombrera folletinesca y sentimental en que derivó el naturalismo.
 Pero ocurre que a menudo se pasa de frenada y cae en un exceso de 
sequedad, de dureza lingüística. Se impone entonces una prosa metálica y
 llena de astillas, de frases contundentes, una escritura pasada por el 
alambique que renuncia a todo entusiasmo de vocabulario, en la que los 
personajes hablan como si dispusieran de pocas oportunidades o de poco 
tiempo y tuvieran que aprovecharlos al máximo antes de que el autor les 
retire la palabra. Predomina así, por encima de idiomas y de temas, un 
estilo breve y seco, casi indigente, que huye del adjetivo como si fuera
 algo venenoso y galopa a lomos de los verbos persiguiendo la acción, 
sin detenerse a contemplar todo lo que desfila alrededor; una 
insistencia en reducir las palabras a su sustancia elemental, a 
despojarla de connotaciones y a impedir que se encuentren en una esquina
 de cualquier línea un sustantivo con un adjetivo inesperado, como si 
los autores temieran que de ese contacto salieran ambos entrechocando y 
confundiendo a los lectores.
 La novela negra tiene algunas exigencias y corsés: la aparición de un 
enigma, del delito, del daño. Pero no es obligatorio aceptar que baje la
 ambición o la altura del estilo, ni que autores que han demostrado un 
alto grado de dominio del lenguaje en otros géneros reduzcan su nivel de
 exigencia al enfrentarse al negro, como si temieran que un lenguaje 
elaborado estorbara el desarrollo de la historia, o como si consideraran
 que el lector de este género tuviera que conformarse con menos. Pero 
nunca un buen estilo es una jaula de oro ni una ratonera que aprese o 
inmovilice u obstaculice la narración. Al contrario, un buen estilo 
rompe las cadenas semánticas, ensancha el significado del relato, lo 
llena de matices. A este respecto, el cuidado y la precisión del diálogo
 como recurso narrativo tienen una especial importancia. Al igual que el
 ritmo es un instrumento esencial del poema, así el diálogo resulta el 
recurso idóneo y connatural a la novela policíaca, donde la 
investigación sobre un enigma exige un juego de preguntas y respuestas.
 El detective suele ser un tipo solitario, por más que en la mayoría de 
los casos su hábitat natural sea la ciudad y viva rodeado de miles o 
millones de personas de todas las razas y creencias, agrupadas en 
edificios y sujetas a todo tipo de intereses. El detective es alguien 
aislado entre la multitud, en quien se da una paradoja: es muy eficaz en
 sus investigaciones para resolver los problemas de sus clientes, pero 
no suele lograr el mismo éxito en su vida privada. Aunque haya 
excepciones, como la de un Maigret siempre bien acompañado por Madame 
Maigret, que le tiene preparada sus 
blanquettes de veau cuando 
llega al hogar, fatigado por los agobios laborales, en general el 
detective es alguien solitario. Y, a priori, la expresión natural del 
solitario es el monólogo, por más que en sus investigaciones se vea 
obligado a dialogar con muchos personajes diferentes, a interrogarlos 
sobre lo que ocurre en el mundo. Sin que el lector tenga que preguntar, 
el monólogo muestra lo que un personaje lleva en su interior: se narra 
desde dentro hacia fuera. Mediante el diálogo, por el contrario, un 
personaje aborda a su interlocutor desde fuera e intenta llegar a su 
interior.
 
Conclusión
 En definitiva, si bien la novela negra es un género apropiado para 
reflejar el malestar social, su práctica no se limita a ese único 
objetivo, como un buen cocinero no se dedica únicamente a preparar 
platos de pescado y no desdeña otros ingredientes. Y, así, al lado de la
 novela negra socialmente comprometida con la realidad, que desdeña la 
torre de marfil en que se refugia el autor ensimismado y neutral que se 
muerde las uñas y hurga en su psicología y se explaya sobre la 
insondable profundidad de su alma, que piensa que el mundo no es algo 
comprensible y que su caos no puede ser paliado con ninguna intervención
 humana, también sigue practicándose con mayor o menor talento, sin 
agotarse, otra tendencia que actualiza las estructuras tradicionales de 
la novela de enigma.
 El compromiso político o social es un elemento más de cualquier texto 
literario y no estorba su calidad artística mientras la escritura no se 
subordine a él, como Picasso no subordinó el cubismo en el 
Guernica para hacerlo más comprensible a más gente. El compromiso, 
l’engagement,
 no estorba siempre que no sea un pegote añadido al cuerpo del poemario,
 de la pieza dramática, de la novela negra. Por muy bondadosas que sean 
sus intenciones, o por muy necesaria que sea la denuncia social, el 
compromiso no debe recibir ningún privilegio y debe ser sometido al 
mismo control de calidad, a la misma depuración estética que cualquier 
otro componente de la obra. Un creador debe estar al lado de cualquier 
lucha social por la libertad y la justicia, pero no puede dejar que ese 
afán cambie ni una sola palabra adecuada a su estilo por otra palabra 
más adecuada a su discurso.
 El arte es arte cuando no se subordina a ningún utilitarismo, a ninguna
 finalidad práctica, cuando no obedece a las leyes sociales, sino a las 
de la estética; cuando deja de ser un medio vicario para fines 
religiosos –como lo fue en siglos pasados– o para fines políticos o 
sociales, y se convierte en un fin en sí mismo. Si en una obra de 
ficción no luchan en igualdad de condiciones los personajes que 
representan el bien o el mal, la justicia o la injusticia, la inocencia o
 la culpa; si los primeros cuentan con la fuerza todopoderosa del autor 
omnisciente para distribuir culpas o razones, la obra resultante no 
puede ser objetiva. La intención quedará por encima del resultado 
artístico. Por lo mismo, tampoco puede concluirse que un escritor sea 
mejor que otro porque entregue los beneficios de los derechos de autor 
que generan sus libros a una docena de ONG. No son las intenciones las 
que legitiman la escritura: desde Gide para acá ya se ha dicho muchas 
veces. Ahora bien, predomine una u otra corriente –malestar social o 
malestar individual–, parece evidente que la novela negra ha elevado su 
nivel literario, está en auge y disfruta de un idilio entre autores y 
lectores.
 
La novela negra ha elevado su nivel literario, está en auge y disfruta de un idilio entre autores y lectores
 No comparto la afirmación de Vladimir Nabokov de que al aficionado a las novelas policíacas le encanta que le engañen.
 Si hay grandes escritores aficionados a la novela negra, hay otros, 
como Nabokov, que no la soportan. En el capítulo dedicado a su análisis 
de
 El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, escribe 
de Robert Louis Stevenson: «Es uno de los antepasados de la moderna 
novela de detectives. Pero la actual novela de detectives es la negación
 misma del estilo. Todo lo más es literatura convencional. No soy de 
esos profesores que, con cierto pudor, se jactan de disfrutar con las 
novelas de detectives; las encuentro muy mal escritas para mi gusto y me
 aburren soberanamente».
 Pero, a pesar de la afirmación de Nabokov, la novela negra ya es algo 
más que una adicción del aficionado popular poco exigente y más que una 
debilidad a la que se entregan algunas mentes privilegiadas como si 
fuera un tanto vergonzante, después de haber trabajado sesudamente en un
 ensayo. Y a veces tengo la impresión de que este género está 
consiguiendo un efecto benéfico: saltar el abismo entre dos conceptos 
literarios antagónicos, romper la vieja incompatibilidad entre una 
literatura compleja y trascendente, pero que no tiene demasiados 
lectores, y una literatura popular que tiene lectores pero no tiene 
trascendencia.
 Hay, además, otro aspecto que ha contribuido al aumento de su 
aceptación: el nuevo perfil de los detectives, más cercanos a la 
realidad de los lectores. En la novela negra tradicional, el lector no 
se medía con el detective, que siempre estaba muy por encima de él. El 
lector no tenía el arrojo, la resistencia al dolor de los Philip Marlowe
 o Sam Spade, ni alcanzaba la inteligencia de Auguste Dupin, de Sherlock
 Holmes, de Hercule Poirot. El detective estaba por encima, en otra 
dimensión. Sin embargo, en los últimos tiempos, con Henning Mankell, 
Petros Márkaris, Robert Galbraith o Benjamin Black, los detectives han 
bajado a la tierra. Wallander sufre problemas de diabetes, su padre está
 ingresado en una residencia y no sabe resolver los conflictos con su 
hija; Jaritos discute con Adriani y tiene dificultades para llegar a 
final de mes; Cormoran Strike está mutilado y es huérfano, y Quirke 
también es huérfano y alcohólico. Los detectives han bajado un peldaño, 
hasta la altura de los lectores, que los ven más humanos, comparten sus 
debilidades y sufren parecidas dificultades.
 Por todo ello, cada día nuevos advenedizos se suman a los viejos 
aficionados y se amplia esa comunidad, esa cohorte anónima de lectores 
que devoran títulos con una entrega incondicional a algún detective que 
en las novelas dice lo que ellos piensan. El público lector que hace una
 década consumía novelas históricas protagonizadas por reyes o nobles o 
grandes personajes y ambientadas en épocas pasadas y en escenarios de 
castillos o palacios que luego visitaba en sus viajes de fin de semana, 
ahora prefiere novelas negras ambientadas en la actualidad y 
protagonizadas, en cambio, por personajes anónimos. Entre estos 
lectores, ciertamente, hay muchos que solo buscan el entretenimiento –lo
 que es muy legítimo–, pero también los hay que exigen que el libro sea 
literario de alguna forma, bien por la profundidad de los personajes, 
bien por la belleza del estilo.
 Del mismo modo que en la España del Siglo de Oro o en la Inglaterra 
isabelina los aficionados de todos los estratos de la sociedad llenaban 
los corrales donde se representaban comedias que ilustraban sus 
creencias y su escala de valores, circunstancia a la que hace un curioso
 homenaje J. K. Rowling/Robert Galbraith en su estupenda novela 
El gusano de seda;
 o tal como la burguesía del siglo XIX auspiciaba y consumía una nueva 
novela en la que se veía retratada; o como el proletariado de estirpe 
soviética promocionaba un realismo social que reflejaba sus utopías, tal
 vez podría avanzarse –aunque nos falte perspectiva– que la actual 
sociedad consume y mantiene en auge una novela negra que explicita sus 
temores y pesadillas, ajena a la paradoja de que una mala época para la 
sociedad es una buena época para el género.
 No faltan, como es lógico, algunas voces que califican de 
marketing
 y de operación comercial esta actualidad. Pero cuando tanto imperan las
 operaciones comerciales deportivas o inmobiliarias, o puramente 
especulativas, bienvenidas sean todas las operaciones comerciales que 
ayuden al fomento de la lectura, sean para el género que sean, porque 
quien se aficiona a leer a Chandler se va acercando a leer a Faulkner.
 Para terminar, quiero volver al principio: no hay una separación 
tajante entre estas dos concepciones. Del mismo modo que para comprender
 cómo es un molusco no puede analizarse únicamente su concha, la 
estructura externa tras la que se protege y desde la cual establece sus 
relaciones con el mundo, y es imprescindible observar y describir 
también el cuerpo que habita y palpita dentro, también el novelista debe
 enfocar su escritura en ambas direcciones, intentando desvelar los 
mecanismos con que el malestar social intensifica el malestar individual
 y, al mismo tiempo, el malestar individual termina contaminando a toda 
la sociedad, la forma en que la bondad o la perversión de las 
instituciones terminan influyendo sobre la bondad o la perversión de los
 ciudadanos.
 El género seguirá creciendo en la medida en que la libertad del 
escritor se imponga sobre los corsés genéricos y sepa integrar en sus 
páginas un interrogatorio policial con una reflexión sobre la soledad de
 un personaje, o una escena lírica con un atraco a un banco, si así lo 
quiere, o una página de un diario con la descripción de una pistola; en 
la medida, en fin, en que se trasciendan las fronteras de las novelas 
negras escritas 
por escritores de novela negra 
para lectores de novela negra 
en ambientes de novela negra y 
con los
 personajes-tipo de la novela negra y se dedique a profundizar, sin 
perder sus características genéricas, y a actualizar uno de los grandes 
temas universales de la novela, que viene de Cervantes, de Rousseau, de 
Faulkner: las relaciones siempre conflictivas entre el ideal moral del 
individuo y un mundo que no es nada moral.
 
Eugenio Fuentes es autor de un volumen de cuentos, 
Vías muertas (1997), otro de artículos periodísticos, 
Tierras de fuentes (Mérida, Editora Regional de Extremadura, 2010) y de los ensayos literarios 
La mitad de Occidente (Mérida, Editora Regional de Extremadura, 2003) y 
Literatura del dolor, poética de la bondad (Mérida, Editora Regional de Extremadura, 2013). Su detective privado Ricardo Cupido ha protagonizado sus novelas
 La sangre de los ángeles (Alba, Barcelona, 2001), 
Las manos del pianista (Barcelona, Tusquets, 2003), 
Cuerpo a cuerpo (Barcelona, Tusquets, 2007), 
El interior del bosque (Barcelona, Tusquets, 2008), 
Contrarreloj (Barcelona, Tusquets, 2009) y 
Mistralia (Barcelona, Tusquets, 2015). Es autor también de 
Venas de nieve (Barcelona, Tusquets, 2005) y 
Si mañana muero (Barcelona, Tusquets, 2013).
            
25/11/2015