La ola
"Los profesores estamos montados en una gigantesca ola y aún no nos hemos dado cuenta. Viajamos a toda velocidad hacia un futuro incontenible, cuyos rasgos ya se adivinan en el horizonte, pero todavía albergamos la ilusión de que en realidad estamos en el final de la marejada, a punto de regresar a la calma chicha en la que tan a gusto hemos prosperado durante las últimas décadas. El morrazo será progresivo para evitar traumas, pero será, vaya si será. Y después, cuando busquen nuestros restos en los acantilados, nadie podrá reconocer lo que un día fuimos, porque lo que encontrarán será algo completamente distinto.
Se trata de una ola que Occidente ha decidido cabalgar sin miedo (aunque sospecho que también sin esperanza), una ola gigantesca, muy anciana ya, en cuyas paredes la enseñanza viaja fuertemente engastada, piedra preciosa y esencial de lo que se avecina. Las reformas educativas que el consenso socialdemócrata de mediados de siglo pasado implantó en el sector público fueron la avanzadilla, pero desde hace unas cuantas décadas las señales parecen proliferar cada vez más rápido: el aumento en la edad obligatoria de escolarización, el consecuente retraso en la adquisición de los conocimientos, la educación inclusiva, la desnaturalización paulatina de la universidad y un larguísimo etcétera que ya muy pocos pueden deslindar del concepto “educación”, como si formara parte de su naturaleza.
Una señal reciente: en Japón, el ministro Hakubun Shimomura ha dicho sin pelos en la lengua que el país necesita profesionales cualificados, no humanistas; o sea, que el sistema de enseñanza debe ser subsidiario del sistema productivo. Quienes se mesan los cabellos ante tamaña ocurrencia creen todavía que el mundo es demasiado complejo como para que pueda ser planificado. Ignoran, los muy ilusos, que es precisamente su complejidad lo que obliga a las élites a programarlo todo minuciosamente. De igual modo que, a pesar de la física cuántica, aún somos incapaces de concebir un universo más allá del paradigma newtoniano, seguimos instalados en la creencia de que las sociedades se rigen por parámetros decimonónicos.
Y sin embargo el mundo ha cambiado. Ahora su gigantesca maquinaria, mientras mantiene el espejismo del linaje revolucionario, intenta poner límites y orden en el caos de la hiperpoblación orientando a las masas mediante los estímulos respuesta de las necesidades insatisfechas. Es un mundo que demanda de nuevo clases sociales netamente diferenciadas, cada una dedicada a un cometido específico de la colmena, pero que también se esmera en velar el cambio tras la cortina de humo de la libertad individual, reducida esta vez al consumo, a la capacidad de elegir entre un producto u otro. ¿Qué puede hacer aquí un profesor a la vieja usanza? ¿Qué tienen que decir las clases magistrales o el conocimiento entendido como la transmisión de una herencia? ¿En qué beneficia que las abejas obreras tangan noticia de la historia de lo que antaño fuese su país o que los zánganos sepan quién diablos fue Aristóteles?
Poco a poco estamos dejando de ser profesores. Poco a poco estamos siendo transformados en meros evaluadores, en meros supervisores de un rito de paso que abarca (y se dice pronto) el primer tercio de la vida de los individuos hasta su inserción en un mercado laboral cada vez más inestable y tardío. No, aunque nos esmeremos en mantener intacta nuestra profesionalidad, aunque hayamos tratado de resistir en más de una ocasión el empuje del porvenir, se nos está cambiando la piel a golpe de leyes e ingeniería social. Y solo si nos aferramos a los análisis de siempre, a las respuestas que nos proporcionan la ideología o la nueva fe tecnocrática, seguiremos ciegos, ignaros, tomando partido por lo que se nos ofrece cíclicamente como nueva triaca educativa o lamentando con amargura la cada vez más irrecuperable lejanía de esos viejos tiempos en que las cosas funcionaban de otra manera.
La ola es imparable, queridos, y nada se puede hacer ya."
David López Sandoval
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